Gabriel García Márquez llegó en un tren a México. Había dejado Nueva York con la idea de quedarse unos días en tierras mexicanas, pero los días son breves y pasan muy rápido y Gabo se quedó muchos años. Aquel día de julio la locomotora avanzaba serpenteando entre el inagotable sol del norte de México. En la estación de Nuevo Laredo, Tamaulipas, lo esperaba otro escritor colombiano, un tipo alto y elegante, era Álvaro Mutis. Juntos siguieron el camino hacia la Ciudad de México. Allí compartirían un destino del cuál sólo la muerte los separaría.
Jack Kerouac y Neil Cassady también llegaron a México un verano. Llegaron en carro desde el norte, tras un fatídico pero emocionante viaje por los Estados Unidos. Cuando cruzaron la raya, los jóvenes poetas confundieron a México con la libertad. Era apenas 1950 y un verano caluroso rostizaba el techo de su coche mientras atravesaban el desierto mexicano. Para ellos México era el final de una gran fiesta. El evento culminante de años de droga, música y carreteras. Así anduvieron con dirección al DF, donde ya los esperaba el poeta demente William Burroughs. Su enamoramiento con la ciudad fue instantáneo: la calle en la que Burroughs los recibió quedaría inmortalizada en un poema de Kerouac: “Cerrada de Medellin Blues.”
Roberto Bolaño tomó un avión y aterrizó en México. Corría el año de 1968. Sus primeros meses fueron de aislamiento literario, el joven Bolaño se encerró a devorar las bibliotecas públicas de la ciudad. Ese fue el primero de dos exilios en México. La segunda vez llegó por tierra desde el sur del continente. Fueron pocos años los que pasaron entre un exilio y otro pero, a su regreso, Bolaño había cambiado y la Ciudad de México tampoco era la misma; un encuentro fortuito los uniría de manera irremediable. En una cafetería del centro del DF conoció al poeta mexicano Mario Santiago. Con él, fundaría el grupo de los infrarrealistas, poetas radicales que darían comienzo a una guerrilla literaria que sacudió al DF de los setentas. A partir de allí, ciudad y autor se embobinaron en una sola mitología. Un escenario lleno de calles obscuras, prostíbulos y librerías.
El barco que trajo a André Breton a México ancló en Veracruz el 18 de Abril de 1938. En el puerto lo esperaba un pintor que acostumbraba autorretratarse con cara de sapo. Al verlo, Bretón entendió que el asunto no era metafórico: al cuerpo bofo de Diego Rivera se añadían unos ojos que saltaban como ranas. Pintor y escritor emprendieron el mismo camino que siglos antes llevó a los conquistadores españoles al Valle de México. Allí, la estancia del francés sería breve pero trascendente. Los detalles sin embargo, son confusos. El legado de Breton en México es digno del creador del surrealismo; ha trascendido su mito no su historia. Lo que es cierto es que el poeta encontró en las calles del DF una constatación empírica de sus preceptos artísticos. Con resignación o algarabía (la historia carece de tono), el inventor del surrealismo afirmó que México era el país surrealista por excelencia.
En una cafetería del centro del DF, Bolaño conoció al poeta mexicano Mario Santiago. Con él, fundaría el grupo de los infrarrealistas, poetas radicales que darían comienzo a una guerrilla literaria
Otro que practicaba el box era el padre de Roberto Bolaño. Durante su infancia el escritor chileno deambuló por su país siguiendo las variadas inclinaciones profesionales de su padre. Algo de ese espíritu de combate se quedó impregnado en el poeta: a su llegada al DF se agarró a golpes con un compañero de escuela para demostrar su valía. Pero con el tiempo tuvo que cambiar su estrategia. Dotado de un físico más bien endeble, Bolaño adoptó el método de la guerrilla. En sus largas caminatas por el DF los infrarrealistas priorizaron siempre una agenda de insurrección literaria. Irrumpieron una y otra vez en las conferencias de su enemigo platónico, el poeta Octavio Paz. Al final de sus novela Los detectives salvajes, uno de los protagonistas se encuentra a Paz en un parque. Cara a cara con su enemigo, se prepara para una confrontación épica, pero se encuentra con un Paz amablemente indiferente. El personaje de Bolaño se sabe vencido: en una guerra de símbolos, Octavio Paz vence porque desconoce a su interlocutor.
William Burroughs no puede decir lo mismo. En un departamento de la calle Monterrey el escritor norteamericano mató a su esposa. La mecánica fue sencilla. Una fiesta desenfrenada acabó en un juego de puntería. El alcohol y las drogas no siempre son los mejores consejeros ni ayudan necesariamente al pulso. A Burroughs le pareció buena idea colocar un vaso sobre la cabeza de su esposa Joan Vollmer. Inspirado por un aire heroico reminiscente de Guillermo Tell, el escritor se alejó y apuntó su arma. El buen tino nunca fue una de sus cualidades. La fiesta se acabó cuando el gatillo sonó y la bala atravesó el cráneo de la joven estadounidense. Vollmer sería una de las mártires literarias menos reconocidas por la historia del DF. Tiempo después Burroughs declararía que sin la muerte de su esposa jamás hubiera podido convertirse en escritor.
Para André Breton la llegada a México significaba algo mucho más que un encuentro con un territorio exótico. En México vivía el revolucionario ruso Leon Trostky y Breton estaba firmemente decidido en conocerlo. Lo haría por fin en el mítico barrio de Coyoacán y los dos establecerían una relación que los llevaría a publicar un manifiesto. Pero poco antes de su partida, Trostky y Bretón tuvieron un desencuentro que acabó con su amistad. Las querellas artísticas en México, no son asunto menor, sobre todo si involucran a los muralistas. Breton y Trostky lo descubrirían muy pronto. La demolición de un mural del mexicano Orozco dividió a los tres amigos. Rivera y Bretón por un lado, Trostky por el otro. Fue uno de los últimos encuentros entre estos hombres. Dos años después otro muralista, David Alfaro Siqueiros balearia la casa del ruso en un intento de acribillarlo. El muralista mexicano fracasó, pero el gusto le duró poco a Trostky: meses después un agente de la NKVD lo asesinaría en su casa de Coyoacán.
A Burroughs le pareció buena idea colocar un vaso sobre la cabeza de su esposa Joan Vollmer. Inspirado por Guillermo Tell, el escritor se alejó y apuntó su arma
Kerouac y Cassady vivieron un México aislado de México. Vivieron un México idealizado por sus sueños de locura y juventud. Anduvieron por las calles de la colonia Roma y sus grandes casonas porfirista sin rasparse contra la indomable furia de la urbe. Los beats llegaron al DF como tantos otros: huyendo. Esa condición definió su estancia. Caminaron la ciudad bajo el efecto de estupefacientes, se acostaron sobre el cemento de sus plazas y vislumbraron el mundo desde un nuevo ángulo. Desde su guarida en la calle de Orizaba 210, descubrieron una ciudad que sólo existió para ellos. Una ciudad ajustada a sus impulsos hedonistas, llena de prostíbulos, peleas de gallo y corridas de toros. Por eso nunca coexistieron con el otro México. En 1955 mientras Kerouac escribía su historia de amor con una prostituta, a unos cuantos kilómetros, un grupo no tan distinto al suyo se juntaba en el Café La Habana para planear la revolución cubana.
García Márquez si conoció a Fidel Castro pero no lo hizo en México. A quien conoció en México fue a Carlos Fuentes y a su compatriota Álvaro Mutis. Este último fue el encargado de darle el descubrimiento literario que transformaría su vida. “Para que aprendas a escribir” fueron las palabras de Mutis al entregarle “Pedro Páramo” de Juan Rulfo, obra cúspide de la literatura mexicana. Esta novela sería clave para su propia obra maestra. Un día de 1965 regresando de un viaje frustrado a Acapulco, García Márquez se encerró en su casa del barrio de San Ángel a escribir y no salió sino hasta que Cien Años de Soledad estuvo lista. Muchos años después, al regresar a su antigua casa, Gabo reconocería en ella la inspiración para muchas de las escenas de la novela que lo volvió famoso. El DF nunca lo cansó: Gabo caminó las calles empedradas de San Ángel, se deleitó en las noches en el Bar Siqueiros y murió una tarde esplendorosa de su primavera. Esa tarde, la ciudad de las jacarandas púrpuras se vistió de tulipanes amarillos.
1968 fue un año turbulento. Fue la primera vez que un país del mundo subdesarrollado organizó unos juegos olímpicos. También fue el año del movimiento estudiantil. En México, las dos cosas convivieron mal: el gobierno asesinó a cientos de estudiantes para evitar que el mundo se enterara de sus conflictos internos. De ese triste episodio nació un nuevo espíritu combativo. En ese contexto de agitación llegó Roberto Bolaño. Su encuentro con la ciudad fue áspero pero sumamente erótico. El DF se convirtió en un territorio de posibilidades infinitas. El mismo laberinto de calles, bares y azoteas, que a muchos otros asustó, lo llenó de entusiasmo. En los setentas la ciudad de México revivió con una efervescencia fuertemente literaria. La década concibió poetas como quien piensa que el futuro depende de la elocuencia lingúistica. Poetas en las azoteas, poetas en las alcantarillas, poetas que no escribieron pero vivieron como tal. La sobrecarga tuvo consecuencias; se formaron bandos literarios, guerras de métrica y el DF pasó de ser un escenario a ser un protagonista. Cuando Bolaño dejó al DF en 1976, nunca más volvió. Aunque pasó el resto de sus días escribiendo sobre ella, a la ciudad de México nunca quiso volver. La oprimente nostalgia del recuerdo siempre se lo impidió. Bolaño se aferró a su idea como quien se niega a despertar de un sueño.
“Para que aprendas a escribir” fueron las palabras de Mutis a Gabo al entregarle “Pedro Páramo” de Juan Rulfo
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