RBA/B.Bermejo
Aunque Mauthausen ya no está custodiado por miles de guardias de las SS ni alberga presos en su interior, todo aquel que pise este campo de concentración verá como en la zona se respira un halo de oscurantismo que difícilmente desaparecerá algún día. No es para menos, pues su exterior –similar al de una fortaleza medieval- se levanta de forma monolítica e imponente sobre un cerro que, en pleno mayo, muestra un espléndido color verdoso.
Sin embargo, el bello emplazamiento estará maldito para siempre por culpa de los uniformes ataviados con esvásticas que, hace más de 70 setenta años, paseaban por su interior. Lo mismo sucede con el pueblo que, ubicado a pocos kilómetros del recinto y con el mismo nombre que el campo de concentración, llevará sobre si la pesada carga de un nombre asociado a la maldad: la villa de Mauthausen.
Monolítico por fuera, este campo de concentración no es diferente a otros emplazamientos con un objetivo similar construidos por el «Führer» en pleno Tercer Reich. Su núcleo principal (el «campo interior») está formado por una plaza central (Appellplatz) rodeada en su momento por más de una veintena de barracones.
Hoy en día esa zona aún se conserva, aunque apenas quedan en pie tres de las casetas en las que –en su momento- se apilaron miles de reos. ¿La razón? Según explica a este diario Christian Dürr (jefe de Archivos e Investigación Histórica del Memorial de Mauthausen) en pleno campo, el resto fueron destruidas o vendidas después de la Segunda Guerra Mundial para reducir los costes de mantenimiento del campo.
Con todo, y a pesar de la escasez de barracones, cada esquina de este tétrico lugar logra transmitir al visitante una extraña sensación de inquietud evocada por el recuerdo de aquellos que allí malvivieron y murieron durante el nazismo. Y es que, en dichas barracas de una sola planta se arremolinaban una cantidad ingente de personas que tan sólo disponían de unos precarios baños para hacer sus necesidades y de dos gigantescas pilas con un agujero en medio para asearse.
«En condiciones normales se alojaban 1.000 presos, pero en algunos acabaron viviendo más debido a que dormían con esteras de paja en el suelo», explica Benito Bermejo, autor de «El fotógrafo del horror» («RBA») mientras pisa los mismos tablones sobre los que, hace más de 70 años, caminaron los reclusos confinados por los nazis.
Pueden parecer unas condiciones de higiene deplorables (y de hecho lo eran) pero muchos presos se conformaban con ello, pues la alternativa –si las tropas de las SS así lo deseaban- era someterse a las temibles «duchas heladas». Esta práctica era una de las más de diez formas en las que se podía morir dentro del campo de concentración y se daba cuando los alemanes obligaban a los presos a salir al patio y, bajo un terrible frío, les hacían darse un remojón con agua casi congelada.
Los que no fallecían por aquellas vejaciones, lo hacían por los golpes de los guardianes o, incluso, se ahogaban en los charcos de agua sobre los que caían al no poder levantarse. Con todo, este tipo de prácticas se realizaron más asiduamente en el campo anexo a Mauthausen, el de Gusen.
La sensación negativa que evoca el lugar está justificada, pues en el campo (y los subcampos del mismo) fallecieron nada menos que 100.000 de los 200.000 presos confinados. Más de 4.700, con acento español. Este era un número increíble si se tiene en cuenta que la finalidad del lugar no era el exterminio masivo de personas.
«Mauthausen tenía unos objetivos diferentes que otros campos como el de Auschwitz, en el que una buena parte de los que entraban eran asesinados en el momento. Aquí los presos no venían, necesariamente, para ser aniquilados, sino para ser mano de obra esclava. Es cierto que al final morían, pero lo hacían por las pésimas condiciones de vida, la dureza del campo y la falta de comida», explica Dürr.
El lugar en el que solían trabajar hasta la extenuación los presos era una cantera ubicada a pocos metros del campo de concentración. Una gigantesca oquedad de entre 70 y 80 metros de altura en medio de una montaña en la que picaban granito para, posteriormente, cargarlo a sus espaldas y subirlo «a la carrera» hasta Mauthausen a través de una escalinata de piedra con más de 186 peldaños.
Si este trabajo y la falta de comida no acababan con su vida, lo hacían los crueles miembros de las SS empujándoles desde arriba para que cayeran sobre sus compañeros. La «escalera de la muerte», como es conocida, sigue generando vértigo a día de hoy para los ojos de un visitante que «disfrute» de ella por primera. Y eso, a pesar de que ha sido reconstruida y no tiene peldaños de más de medio metro de altura, cosa que sí sucedía en la Segunda Guerra Mundial.
Con todo, y a pesar de que la mayoría de fallecidos morían debido al esfuerzo, también había otros tantos que –hartos de la existencia y las vejaciones de los miembros de las SS- se suicidaban arrojándose desde lo alto de esta cantera, Irónicamente, los alemanes solían llamar a estos prisioneros los «paracaidistas» y no era raro que les alentaran para que se lanzaran al vacío.
No era la única forma en la que los reos decidían dejar este mundo, pues también solían arrojarse contra la verja electrificada del campo interior. Por otro lado, aquellos que no eran lo suficientemente vigorosos para trabajar acababan sus días asesinados en la única cámara de gas del campo de concentración, una minúscula habitación que nada tiene que ver con las gigantescas salas de la muerte de Auschwitz.
Así lo confirma Dürr mientras muestra a ABC los pormenores de la pequeña estancia en la que murieron decenas de presos: «En este campo la cámara de gas no era muy grande porque no se pretendía asesinar en masa. Aquí, según los datos, murieron 3.500 personas gaseadas de un total de 100.000. No había por lo tanto un plan de asesinato masivo, simplemente se dejaba que los reos murieran por falta de comida y de atención médica».
Sin embargo, y a pesar de que no se buscaba el exterminio a gran escala como en otros campos, si se contaba con dos hornos crematorios («Krematorium») para acabar con los restos humanos de aquellos muertos en el campo. Estas instalaciones también permitieron a los guardias dar buena cuenta de los cuerpos de aquellos que asesinaban día tras día por diversión de un disparo, lanzándoles a los perros, obligándoles a ahorcarse o asesinándoles mediante una inyección letal.
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