Ser hijo siempre es un difícil oficio. Y más si tu padre se llama Ernest Hemingway y a ti te gusta vestirte de mujer en los ratos libres y frecuentar así los bares de vaqueros de Montana.
Es lo que hacía Gregory Hemingway, el más pequeño de los tres retoños, todos varones, del gran escritor paradigma de héroe muy macho. Gregory, conocido familiarmente como Greg y Gigi, tuvo una relación muy conflictiva con su famoso y difícil padre, en la que no ayudó que durante una estancia en 1952 en casa del novelista en Cayo Hueso, Cuba, el hijo le sustrajera –para usarlas– varias prendas de ropa a su madrastra Mary, la cuarta esposa de Ernest Hemingway, y al ser descubierto el robo acusara a una criada.
El vergonzoso episodio provocó un áspero cruce de cartas entre padre e hijo en el que el primero –que ya había pillado al segundo de niño probándose unas medias– denominaba al vástago “delincuente adolescente” y “buitre”, se refería a su “condición patológica”, le echaba en cara “no ser capaz de comportarte como un hombre” y remataba con lo que ha de doler mucho si te lo recrimina Hemingway, nada menos: “El deterioro de tu caligrafía y de tu ortografía es un síntoma muy alarmante de tu enfermedad”. El hijo no se quedó corto en el intercambio: “Monstruo abusivo empapado en ginebra” (dos o tres botellas diarias), “mierda egocéntrica”, “cabronazo” y una terrible advertencia: “Morirás sin que nadie te llore y básicamente sin que nadie te quiera a no ser que cambies, papá”.
Hemingway no cambió: no hubiera sido Hemingway. Sí lo hizo, y mucho, su hijo: en 1994 se sometió a una operación de reasignación de sexo y se convirtió en mujer bajo el nombre de Gloria, con el alias añadido de Vanessa.
“Problemas con los padres los tenemos todos, es una historia interminable”, reflexiona al otro lado del teléfono desde Montreal el hijo de Gregory y nieto de Ernest, John Hemingway. Este Hemingway de tercera generación, primo hermano de Margaux y Mariel (hijas del primogénito del escritor y único hijo con su primera mujer Hadley Richardson, Jack Hemingway) edita ahora en castellano un interesantísimo y muy emotivo libro sobre la conflictiva relación de su padre con su abuelo y la suya propia con su progenitor que, como pueden imaginar, también tuvo sus complicaciones (pasaron 10 años sin hablarse). Es una obra (Los Hemingway, una familia singular, Planeta, título original Strange tribe: a family memoir) que arroja muchísima información sobre el conjunto del clan Hemingway –especialmente en términos de mal rollo– y nueva luz sobre el autor de París era una fiesta. También tiene algo de exorcismo. “He querido entender a mi padre y arreglar las cosas con él, y en el proceso he visto lo obsesionado que estaba mi padre de manera similar con el suyo, con el que mantenía una relación de amor-odio. Lo detestaba y a la vez lo extrañaba y se sentía culpable de su suicidio en 1961”.
Gregory (1931-2001) y su hermano Patrick (1928) son los hijos que Ernest Hemingway tuvo con su segunda mujer, Pauline Pfeiffer. Gregory, según relata su hijo, no disfrutó lo que se dice una vida muy armónica: sufría de psicosis maniaco-depresiva, se travestía, se casó cuatro veces, tuvo siete hijos de tres de sus mujeres, fue detenido por diversos escándalos públicos –el último al pasearse en bragas (!) frente al Seaquarium de Miami– y falleció de infarto en octubre de 2001 mientras estaba preso en una celda en el centro correccional de mujeres del condado de Miami-Dade. Su hijo resigue su vida en el contexto de la familia Hemingway y traza un retrato pasmoso, doloroso pero muy humano, de seres sacudidos de lo lindo por la inestabilidad mental, el alcohol, el desamor y la fama. Gente con un talento especial para herirse entre ellos, por asuntos de afecto o dinero. No es el menor de los méritos del libro, consagrado a la comprensión, la redención y la reconciliación –aunque no anda escaso de mala baba–, que al cerrarlo te consueles pensando que hay familias más complicadas que la tuya.
Después de dos hijos varones, el mayor de los cuales peleó audazmente como paracaidista en la II Guerra Mundial cayendo prisionero de los nazis y el segundo se convirtió en cazador profesional en África, Hemingway quería una niña. Y llegó Gregory. Decepcionados, él y su mujer, lo pusieron en manos de una institutriz alcohólica y cruel. Gigi trató de ser un Hemingway clásico: cacerías en Tanganika, boxeo, mujeres, incluso se alistó brevemente en la 82ª Aerotransportada; pero no pudo.
“Ha sido un libro difícil de escribir”, explica John Hemingway, “observar todo ese sufrimiento…”. Le pregunto, intentando ser delicado, por la transexualidad de su padre. “Mi padre era quien era. La persona es la persona. Eso no cambia con el sexo, como no cambió mi cariño por él”. Una vez cuando John le preguntó a su padre porqué se travestía este le contestó que le ayudaba a “gestionar el estrés”.
La tesis de John Hemingway es que su padre no fue en absoluto una “oveja negra” o una “manzana podrida” en el seno de la familia sino un producto característico de la misma. Visto lo visto –de las terapias de electrochoque a los abundantes suicidios (Ernest, su padre, un hermano, una nieta…)– es difícil no darle la razón. Se ve que algunos Hemingway se tienen por los Kennedy de la literatura y piensan que arrastran una maldición semejante. Aunque John Hemingway matiza: “Hay algo que no nos funciona, pero nuestra desgracia no es ser famosos ni el vudú, sino la genética, una tendencia a ser bipolares. Margaux, muerta de sobredosis, padeció la enfermedad. Yo no”.
El nieto del escritor se esfuerza en demostrar que los mismos desórdenes psicológicos e impulsos que llevaron a Gregory no solo a la autodestrucción y la infelicidad sino al travestismo y la transexualidad latían en el propio Ernest Hemingway, ese icono de la masculinidad que usaba una metralleta Thompson para mantener a raya a los tiburones cuando pescaba. Hace tiempo que sabíamos que existían fisuras en el corajudo y correoso Papá Hemingway, que resultaban sospechosas tanta sesión de boxeo, desesperada búsqueda del riesgo, caza de búfalos, vigorosos duelos con los grandes marlins fusiformes, misoginia –“las mujeres son un estorbo en un safari”–, corrida y viril fanfarronería (para un espectacular retrato del escritor véase Hemingway, homenaje a una vida, Lumen, 2011, presentado por su nieta Mariel). John Hemingway subraya que en realidad marcó mucho a su abuelo el que lo vistieran de niña de pequeño y lo presentaran como la gemela de su hermana Marcelline. Eso le hizo ser proclive a la fascinación con los cambios de rol entre géneros y la androginia, asunto que puede observarse en su literatura si trasciendes el cliché. “Entendí que el abuelo no era el macho puro que muchos pensaban, y eso me sirvió para comprender mejor a mi padre. Eran dos caras de la misma moneda”. Ambos compartían además, según el nieto, un notable descuido por la higiene personal. Aunque, lo que hay que ver, Ernest ya vestía de Abercrombie & Fitch para sus aventuras outdoor. Ya decía yo que había visto en algún sitio esas camisas de cuadros tan a la moda.
Las madres no han compensado precisamente mucho en los Hemingway la mala relación con los padres. Ernest detestaba a su madre, Grace. Gregory –el chaval tan mono en las fotos de Robert Capa con su padre en Sun Valley en 1941– dijo de la suya, Pauline: “Yo odiaba a aquella zorra. Nació sin instinto maternal. Nunca me cogió en brazos”. John ha tenido problemas con la suya propia, Alice: esquizofrénica, sumida en hondas crisis nerviosas y alcohólica, quiso ser monja y dejó de lado a sus hijos que como puede suponerse tampoco tuvieron un apoyo muy estable en el padre.
No puedo dejar pasar la oportunidad de preguntarle al nieto de Hemingway qué pensaría el autor de Verdes colinas de África de la cacería de elefantes del Rey. “Conozco la controversia. No puedo hablar por mi abuelo pero conociendo sus posiciones conservacionistas en pesca y caza –algo que puede sorprender a muchos– creo que hoy no estaría de acuerdo. África no es lo que era. Y él hubiera sido sensible a la nueva realidad y a los peligros de extinción de la vida salvaje”.
Es lo que hacía Gregory Hemingway, el más pequeño de los tres retoños, todos varones, del gran escritor paradigma de héroe muy macho. Gregory, conocido familiarmente como Greg y Gigi, tuvo una relación muy conflictiva con su famoso y difícil padre, en la que no ayudó que durante una estancia en 1952 en casa del novelista en Cayo Hueso, Cuba, el hijo le sustrajera –para usarlas– varias prendas de ropa a su madrastra Mary, la cuarta esposa de Ernest Hemingway, y al ser descubierto el robo acusara a una criada.
Ernest y sus hijos Patrick y Gregory, en Cuba, hacia 1940. Una imagen incluida en ‘Hemingway: Homenaje a la vida’
(Mariel Hemigway, Editorial Lumen) / COLECCIÓN HEMINGWAY
Hemingway no cambió: no hubiera sido Hemingway. Sí lo hizo, y mucho, su hijo: en 1994 se sometió a una operación de reasignación de sexo y se convirtió en mujer bajo el nombre de Gloria, con el alias añadido de Vanessa.
“Problemas con los padres los tenemos todos, es una historia interminable”, reflexiona al otro lado del teléfono desde Montreal el hijo de Gregory y nieto de Ernest, John Hemingway. Este Hemingway de tercera generación, primo hermano de Margaux y Mariel (hijas del primogénito del escritor y único hijo con su primera mujer Hadley Richardson, Jack Hemingway) edita ahora en castellano un interesantísimo y muy emotivo libro sobre la conflictiva relación de su padre con su abuelo y la suya propia con su progenitor que, como pueden imaginar, también tuvo sus complicaciones (pasaron 10 años sin hablarse). Es una obra (Los Hemingway, una familia singular, Planeta, título original Strange tribe: a family memoir) que arroja muchísima información sobre el conjunto del clan Hemingway –especialmente en términos de mal rollo– y nueva luz sobre el autor de París era una fiesta. También tiene algo de exorcismo. “He querido entender a mi padre y arreglar las cosas con él, y en el proceso he visto lo obsesionado que estaba mi padre de manera similar con el suyo, con el que mantenía una relación de amor-odio. Lo detestaba y a la vez lo extrañaba y se sentía culpable de su suicidio en 1961”.
“Hay algo que no nos funciona, pero nuestra desgracia no es ser famosos ni el vudú, sino la genética, una tendencia a ser bipolares. Margaux, muerta de sobredosis, padeció la enfermedad. Yo no”
Después de dos hijos varones, el mayor de los cuales peleó audazmente como paracaidista en la II Guerra Mundial cayendo prisionero de los nazis y el segundo se convirtió en cazador profesional en África, Hemingway quería una niña. Y llegó Gregory. Decepcionados, él y su mujer, lo pusieron en manos de una institutriz alcohólica y cruel. Gigi trató de ser un Hemingway clásico: cacerías en Tanganika, boxeo, mujeres, incluso se alistó brevemente en la 82ª Aerotransportada; pero no pudo.
“Ha sido un libro difícil de escribir”, explica John Hemingway, “observar todo ese sufrimiento…”. Le pregunto, intentando ser delicado, por la transexualidad de su padre. “Mi padre era quien era. La persona es la persona. Eso no cambia con el sexo, como no cambió mi cariño por él”. Una vez cuando John le preguntó a su padre porqué se travestía este le contestó que le ayudaba a “gestionar el estrés”.
La tesis de John Hemingway es que su padre no fue en absoluto una “oveja negra” o una “manzana podrida” en el seno de la familia sino un producto característico de la misma. Visto lo visto –de las terapias de electrochoque a los abundantes suicidios (Ernest, su padre, un hermano, una nieta…)– es difícil no darle la razón. Se ve que algunos Hemingway se tienen por los Kennedy de la literatura y piensan que arrastran una maldición semejante. Aunque John Hemingway matiza: “Hay algo que no nos funciona, pero nuestra desgracia no es ser famosos ni el vudú, sino la genética, una tendencia a ser bipolares. Margaux, muerta de sobredosis, padeció la enfermedad. Yo no”.
“Entendí que el abuelo no era el macho puro que muchos pensaban, y eso me sirvió para comprender mejor a mi padre. Eran dos caras de la misma moneda”.
Las madres no han compensado precisamente mucho en los Hemingway la mala relación con los padres. Ernest detestaba a su madre, Grace. Gregory –el chaval tan mono en las fotos de Robert Capa con su padre en Sun Valley en 1941– dijo de la suya, Pauline: “Yo odiaba a aquella zorra. Nació sin instinto maternal. Nunca me cogió en brazos”. John ha tenido problemas con la suya propia, Alice: esquizofrénica, sumida en hondas crisis nerviosas y alcohólica, quiso ser monja y dejó de lado a sus hijos que como puede suponerse tampoco tuvieron un apoyo muy estable en el padre.
No puedo dejar pasar la oportunidad de preguntarle al nieto de Hemingway qué pensaría el autor de Verdes colinas de África de la cacería de elefantes del Rey. “Conozco la controversia. No puedo hablar por mi abuelo pero conociendo sus posiciones conservacionistas en pesca y caza –algo que puede sorprender a muchos– creo que hoy no estaría de acuerdo. África no es lo que era. Y él hubiera sido sensible a la nueva realidad y a los peligros de extinción de la vida salvaje”.