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viernes, 26 de septiembre de 2025

Claudia Cardinale, el misterio en la mirada de una actriz que era puro cine

 


En una época en la que todas las jóvenes de Italia soñaban con escaparse para probar suerte en Cinecittà y convertirse en la nueva Gina Lollobrigida o Sofia Loren, el cine fue a buscarla a la puerta de su casa.

Claudia Cardinale (La Goleta, puerto de Túnez, 1938 - Nemours, Francia, 2025) era puro cine. Una actriz natural que parecía que en cada ocasión actuaba por primera vez. Una presencia física imponente que se dejaba moldear como la plastilina. En su mirada siempre hubo misterio (quizá se reflejaba ahí un secreto muy doloroso que mantuvo oculto la mayor parte de su carrera), su sonrisa desarmaba a cualquiera.

En una época en la que todas las jóvenes de Italia soñaban con escaparse de casa para probar suerte en Cinecittà y convertirse en la nueva Gina Lollobrigida o Sofia Loren, el cine fue a buscarla a la puerta de su casa. Y fue el propio cine quien la alzó a la altura de estas actrices. También de Brigitte Bardot, el icono europeo con el que rivalizó en fama durante los 60 y los 70 a nivel mundial. BB contra CC.

Hija de unos inmigrantes sicilianos afincados en Túnez, que por entonces era protectorado francés, Cardinale soñaba con ser maestra cuando el productor Claudio Cristale, por entonces consejero delegado de Unitalia Films, se fijó en su abrasiva belleza de 19 años. La vio en la calle, cerca de un acto celebrado en el país africano por la institución, que se encargaba de promover el cine italiano en el extranjero.
Él mismo presionó a los organizadores de un concurso de belleza para que la eligieran como la italiana más bella de Túnez y puso los fondos para que recibiera un premio que consistía en visitar durante dos días el Festival de Venecia. Allí, acompañada por su madre, empezó a acaparar los flashes de los fotógrafos sin ser todavía nadie en la industria, mientras empezaban a lloverle ofertas. Cristaldi la convenció para que probara suerte en el Centro Sperimentale di Cinematografia en Roma, y así comenzó una carrera legendaria.
Tan legendaria que debutó en una de las mejores películas italianas de los años 50, Rufufú (1958), de Mario Monicelli. Apenas salía unos minutos, pero su actuación y su presencia no dejaba a nadie indiferente y los grandes directores de la época empezaron a rifársela. Ella, en aquellos primeros pasos en la industria, todavía hablaba mejor francés que italiano. Apenas sabía nada del oficio o del negocio. Poco iba a importar, porque tenía ángel. Estaba destinada al estrellato.

Alain Delon y Claudia Cardinale, en 'El Gatopardo'

Después de una serie de películas en las que va ganando experiencia en pequeños papeles, llegó su momento a principios de los 60. En Cinecittà rodaba a la vez para Federico Fellini y para Luchino Visconti, que eran como dos fuerzas opuestas. Fellini no la hizo actuar, la quería a ella en bruto en Ocho y medio (1963), donde interpretaba a la musa. Hasta el punto de que Cardinale nunca tuvo el guion en sus manos. Todas las mañanas acribillaba a preguntas al director, pero este no le resolvía nada.
Con Visconti, con el que rodaba El gatopardo (1963), todo estaba más medido. Fue el papel de Angelica en esta película el que la catapultó al Olimpo de las estrellas y de la historia del cine, convirtiéndose en un símbolo de la elegancia, la sensualidad y el talento. Para el recuerdo quedan las dos magníficas secuencias de baile, acompañada por Alain Delon y por Burt Lancaster.
“Trabajar a la vez en esas dos cintas fue muy duro", explicaba la actriz en una entrevista en El Cultural este mismo año. "Una experiencia interesante, aunque de emociones fuertes. Lo mejor era que, fuera del set, con Delon y Burt desdramatizábamos, bromeábamos mucho. Intentábamos darle ligereza, superficialidad a las cosas".

Con Visconti tuvo una relación especial, que arrancaba en el rodaje de Rocco y sus hermanos (1960). Ella tenía la impresión de que él ni siquiera la veía hasta que un día, rodando una escena complicada, le escuchó decir por el megáfono: “Cuidado, no me matéis a la Cardinale”.

En 'Ocho y medio'

A partir de entonces tuvieron una relación muy especial que se quebró por la muerte del director en el 76. Ella, sin embargo, se seguía encomendando a Visconti en los rodajes cuando algo iba mal. “¡Luchino, Luchino, ayúdame!”, decía como un mantra cuando sentía la incompetencia de algún director.

En Hollywood tuvo una carrera un tanto errática, quizá porque nunca le interesó demasiado, pero compartió pantalla con grandes como John Wayne, Rock Hudson, Lee Marvin o Tony Curtis. Su primera película en EE. UU. fue El fabuloso mundo del circo (1964). Allí coincidió con una crepuscular Rita Hayworth. Un día, la protagonista de Gilda (Charles Vidor, 1946) se acercó y le dijo: “Yo también fui guapa un día”. Aquellas palabras le marcaron.
En la época de la Commedia all'italiana, Cardinale representaba a esa mujer a la que los hombres admiran pero a la que no se atreven a acercarse. En su actuación nunca era repetitiva, siempre demostraba versatilidad. Podía ser ella misma, como en La chica de la maleta (Valerio Zurlini, 1961), uno de sus mejores papeles, o una mujer radicalmente diferente. Era puramente cinematográfica, sin ningún vicio o manera adquirida, como le pasaba a otros con formación teatral.

En 1995, la actriz reveló en su autobiografía el secreto que guardaba en su mirada. La actriz había tenido un hijo cuando era una adolescente, fruto de una violación. El embarazo fue ocultado en un primer momento por su familia: dio a luz en Londres y durante años presentó al niño como su “hermano menor”. La decisión de ocultar la maternidad fue apoyada por Cristaldi, quién la había descubierto en Túnez y que se convirtió poco después en su esposo.

Cristaldi, hombre de inmenso poder en la industria, tuvo un impacto notable en la vida de Cardinale, ya que fue su principal valedor y ejerció un control estricto en su carrera tanto en lo personal como en lo profesional durante más de una década. Sin embargo, cuando la actriz se separó en los 70 para iniciar una relación con el director Pasquale Squitieri, Cristaldi utilizó su influencia para marginarla de los proyectos importantes. Así empezó su declive.
Aún así, todavía participaría en películas como Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1982) o El artista y la modelo (2012), uno de sus últimos trabajos, a las órdenes del español Fernando Trueba.
La actriz decía que su secreto para haber sido tan solicitada por los mejores directores de su época es que siempre se hacía de rogar, nunca aceptaba a la primera. Era una seductora nata que enamoró a toda una generación. "En el cine no hay diferencia entre el personaje y el actor. Hay un puente invisible entre uno y otro", aseguraba la actriz.

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