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domingo, 7 de julio de 2019

EL TIGUERAJE DOMINICANO



Me cuenta una familia  vivía en Matahambre. El barrio se llamaba Matahambre porque en un pasado mítico, en vez de multifamiliares del Gobierno, allí crecían aguacates, mangos y guanábanas. Aquellos edificios eran un rico compendio de todos los acentos de la isla, variaciones del español, que en algunos casos era lo único de valor que traían consigo unos campesinos que habían abandonado sus conucos para estar “mal, pero en la capital”. Las íes mocanas, el gutural barahonero y el tigueraje capitaleño dialogaban a la sombra de los números ganadores que una locutora de dicción académica repetía durante horas por los altoparlantes de la Lotería Nacional. Los pregoneros traían otras cosas, jingles orales que se sucedían hasta la caída del sol cuando eran sustituidos por las voces demasiado roncas de unas prostitutas que publicitaban sus servicios en la acera de enfrente.habla en Matahambre un español muy distinto al que utilicé para escribir mi primera novela. A la velocidad de una semiautomática, la calle produce nuevos significados para viejas palabras. He venido a tomar unas fotos de referencia para una película y encuentro que en el apartamento de mi abuela hay ahora una iglesia evangélica. Una elocuente pastora cocina a fuego lento a sus hermanos, los sazona, pronto habrá algunos tirados por el suelo, sacudidos por el verbo. Escucho, desde el parqueo, los aleluyas. La música urbana del colmado se confunde con las panderetas. Un haitiano hace chistes con un taladro en la mano. Viejos que juegan dominó golpean la mesa con sus fichas. Ya no hay mundo real y literatura, solo un español democrático y participativo que masticamos con las mismas muelas con las que los creadores del castellano masticaron, en Hispania,

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