En Cuba reina un eufemismo. La palabra cuentapropista. Un término que es un escorzo ideológico, la contorsión semántica de un Estado que necesita moverse aprisa hacia el mercado pero pretende hacerlo sin descoyuntar su esqueleto doctrinal. O como dice Leticia Rodríguez, propietaria de un hostal en La Habana, allanando la cuestión, “el cuentapropismo es una empresa privada a la que no le llamamos empresa privada porque el socialismo dice que no puede haber empresas privadas, que es, por ejemplo, lo que tengo yo ahora”.
Su nieta, a su lado, indiferente, se come un plato de arroz con pollo.
Desde que el 17 de diciembre de 2014 el presidente estadounidense y el cubano, Raúl Castro, anunciaron la normalización de las relaciones entre sus países, la isla se ha puesto de moda y transmite la apariencia de una metamorfosis veloz. Y es cierto. Y no lo es.
El efecto principal ha sido el despunte del turismo. Un 17% más en 2015 que en 2014, récord histórico de visitantes: tres millones y medio. Encontrar habitación en la desbordada red hotelera de La Habana se ha vuelto un reto. Pagarla también, con tarifas de más de 300 dólares por noche en los hoteles de postín. Ahora bien: el auténtico aluvión llegaría si el Congreso de Estados Unidos retirase la prohibición de que sus ciudadanos vayan de turismo a Cuba. Si el año pasado, con las medidas de Obama para facilitar intercambios culturales y de estudios, —un truco para alentar el turismo— aterrizaron 161.000 estadounidenses, un alza del 77%, la eliminación del veto abriría las esclusas de par en par: “Prevemos que en uno o dos años se levante toda restricción y lleguen más de dos millones de americanos al año”, estima James Williams, presidente de Engage Cuba, un lobby contra el cepo comercial y financiero.
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