"La popularidad no debería ser la medida a la hora de elegir políticos. Si fuera así el Pato Donald estaría en el senado". Orson Wells.
“Nunca nadie perdió dinero subestimando la inteligencia del público estadounidense”. Nunca ha sonado la famosa frase del periodista H.L. Mencken, escrita hace 90 años, con más contundencia que hoy.
Nunca nadie ha encarnado el concepto de manera más verosímil que el multimillonario Donald Trump y los millones que se proponen votar por él.
La victoria arrasadora de Trump en las primarias del Estado de New Hampshire la semana pasada nos presenta con la clara posibilidad de que acabe siendo el candidato del partido republicano en las elecciones presidenciales de noviembre. Tomando como base el total de ciudadanos que acudieron a las urnas en las últimas elecciones de Estados Unidos (129 millones de un posible total de 235 millones), podemos razonablemente deducir que, aunque perdiese Trump contra el candidato (o la candidata) demócrata, unas 60 millones de personas adultas votarían a favor de Trump.
Lo cual nos permite afirmar que por más eficaces que sean en sus trabajos, por más decentes que sean en sus vidas personales, por más amables que sean en el trato a los niños y a los animales de compañía, como animales políticos una enorme proporción de los habitantes de la antigua democracia más rica y poderosa del mundo ocupa un eslabón evolutivo ligeramente por encima del de las vacas.
El problema aquí no es Trump. Él está perfectamente en su derecho de ser un vulgar, cínico y narcisista megalómano, cualidades que compartirá con otros seres que se han enriquecido como él con la compra y venta de propiedades inmobiliarias. El problema son los seres que creen que es la persona indicada para asumir el cargo político y militar más influyente del planeta en una época de alarmante incertidumbre económica y creciente inseguridad global.
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