HiRADiOs Voz Dominicana
domingo, 2 de junio de 2013
Los pandilleros hondureños han crecido y son ahora padres de familia y empresarios que después de dos décadas negocian una tregua con el Gobierno
La atracción por los mareros se mantiene. “Son la imagen de la rebeldía y el éxito, desafían a la autoridad, tienen el poder en la comunidad, consiguen las mejores chicas, traen buenos coches”, cuenta Félix, un joven del distrito de Chamelecón, uno de los barrios con mayor índice de conflictividad en San Pedro Sula. En su barrio, la M13 se ha impuesto a la 18 y reina una tensa calma. Los mareros han acabado con la delincuencia común. No hay robos y no hay extorsiones en su comunidad, lo hacen en las otras. Si una mujer sufre violencia por parte de su pareja, acude a la pandilla y estos le dan un plazo al marido para irse, si no cumple lo ejecutan. Ahora bien, ningún joven de ese barrio puede cruzar a otro que esté controlado por la otra pandilla o será acusado de enemigo y ejecutado. En cada clica, como se llama a las agrupaciones barriales de las maras, varían las normas y el rigor con el que se sanciona la transgresión, pero hay una cúpula jerárquica que toma las grandes decisiones. Está compuesta por los palabreros, portavoces de cada clica en la prisión que se comunican por teléfono móvil y recaderos con sus compañeros en la calle.
Los palabreros son los que ahora están negociando el alto el fuego con el Gobierno. En la calle siguen las extorsiones. Sin embargo, ya no lucen las armas si no hay enfrentamiento, ya no se tatúan. Una parte de los beneficios que sacan del impuesto de guerra, del negocio de buses, del narcomenudeo y del sicariato va para los presos y para sus familias, así como para las viudas. El resto reproduce su supervivencia y su negocio: asegura armas y drogas. Como subraya el periodista Marco Lara Klahr, ante la falta de un Estado eficaz, “el pandillerismo es la prosecución del poder por otros medios”.