La historia de los envenenamientos en el bar El Lavaderu, en el barrio de Cimadevilla de Gijón (Asturias), es la historia de una traición, de una actuación perversamente medida, dosificada, ocultada y mantenida durante años con una saña meticulosa. Es una historia de fogones para dentro, de confianza oscura, de suspicacias... Y es, sobre todo, la historia de Tino, de Chelo, de Jose, de Benja, de Gustavo, de Juan, el Pistolas, de Vity... Y también la de Marcos, aunque no quiera contarla. Una historia con sidra y con oricios, esos erizos de mar que en Asturias se comen renombrados. Es el relato de cada 19 de mayo con El Lavaderu de aniversario y su plaza abarrotada. Llena hasta la misma bandera tricolor que Tino iza cada 14 de abril en su balcón de la plaza del Periodista Arturo Arias. Y aunque ahora a todos les pese, también es la historia de Andrés y de Eva. De los dos pinches que más bocas abiertas han dejado en el casco antiguo de Gijón, en el mismísimo corazón de una ciudad costera, amable y bella hasta el delirio etílico.
Tino Comerón y Chelo Toyos abrieron El Lavaderu hace 14 años. En la plaza del Periodista Arturo Arias, aunque casi nadie sepa que se llama así. Para todos es la plaza del lavaderu, donde hace años acudían a enjuagar la ropa decenas de mujeres. La sidrería es hoy un local con paredes de piedra, con mesas y vigas de madera, y con bidones donde escanciar sidra. A Tino y a Chelo les fue bien el negocio. Precisaron personal a menudo: camareros, extras para el fin de semana. En 2004 Chelo, cocinera, necesitó un pinche y echó mano de un conocido: Andrés Avelino F.F., de 55 años. Este había regentado un bar en Candás, a 14 kilómetros de Gijón, y la familia de Chelo lo conocía. En los pueblos se conoce todo el mundo. Andresín había tenido además una tienduca, un todo a 100, en Cimadevilla. Era “un hombre muy agradable, siempre dispuesto a hacer favores”, recuerda Chelo. Alguien de quien fiarse.
Andrés tenía una amiga más especial que el resto. Se llama Eva y también trabajaba en la cocina de El Lavaderu. “Eran amigos de siempre, desde hace más de 20 años”, comenta Gustavo Vera, de 35 años, tras la barra. Benja, Benjamín Menéndez, también de uniforme, asiente: “Salían a tomar una copa, a cenar... Siempre juntos”. Vity Mancha trabajó tres años como extra: “Se iban de vacaciones al extranjero. Daba igual dónde, pero lejos. Y juntos”.
En 2006, cuando la hostelería ni siquiera intuía la crisis, en El Lavaderu algo comenzó a ir mal. Uno de los camareros, Alberto, que luego fue jefe de cocina, enfermó. Se sentía mal a menudo. Enrojecía, le costaba respirar, sufría vómitos. Cada vez más a menudo, cada vez peor y sin que nadie supiera el porqué. Acabó pidiendo una baja voluntaria. Dejó El Lavaderu, huyó de Gijón y regresó a A Fonsagrada (Lugo). Después de Alberto, a quien le unía una relación “estupenda” con su pinche, fueron muchos los que cayeron. Todos menos Andrés. Y menos Eva. “Los cocineros me duraban 20 días”, relata Chelo en el bar Casa Xuan, su nuevo negocio, a pocos metros de El Lavaderu. “Todos acababan fatal. Después fueron los camareros. Y luego nosotros [los dueños]. Creíamos que era una alergia”. En mayo de 2011 el cocinero Juan Gil, El Pistolas, cayó desplomado en la cocina. Infarto. Muerte natural, dijeron los médicos. Su familia lo incineró. Aquel día, Andrés, el pinche, lloraba con desgarro.
Hoy todos dudan de la causa de la muerte de El Pistolas. Juan Luis Alfonso, dueño de El Lavaderu desde enero de 2012, se puso en contacto con la policía en octubre tras haber pasado, también él, un día “para morirse”. Dio una lista con 14 afectados, a la que se han unido otros seis. Tenía sospechas. Algunos camareros habían empezado a desconfiar de Andrés. Él les preparaba a diario el bocadillo y se aseguraba de que lo tomaran. “A cada uno nos lo dejaba en un sitio. A mí en el microondas, a otro en la encimera”, narra Gustavo. Durante unos meses en los que estuvo de baja, Gustavo dejó de tener síntomas. Nada de picores, ni de mareos, ni vómitos. Cuando se reincorporó, recayó. Como él, los demás. Una baja, unas vacaciones, unos días de descanso... y todos como nuevos. A todos se les curaba, como por ensalmo, la extraña enfermedad. Algunos comenzaron a atar cabos. Todo comenzaba cuando bebían alcohol. Lo que fuera. Un sorbo de sidra o una cerveza. Y siempre después de comer algo que Andrés les había preparado. Un día, cuando las pesquisas se convirtieron en parte de la jornada, alguien vio a Andrés preparar un café, sacar un frasco “como en los que se echa orina pero más pequeño”. Y verterlo en la taza.
Juan Luis Alfonso presentó una denuncia y unas muestras del líquido que un compañero rescató en un descuido. El resultado no dejaba dudas: era Colme, un fármaco usado contra el alcoholismo. Puede provocar somnolencia, mareos, irritación cutánea o depresión. E incluso llegar a ocasionar la muerte. Colme fue el mismo medicamento que Francisca Ballesteros, la envenenadora de Mellilla, condenada en 2005, utilizó durante 14 años para asesinar a su marido y dos de sus hijos.
La policía pidió discreción a la plantilla. Registraron la taquilla de Andrés, en una inspección que hicieron pasar por una búsqueda de drogas. No encontraron Colme, pero sí “una gran cantidad” de dinero. En El Lavaderu no se ponen de acuerdo sobre si Andrés estuvo o no en tratamiento contra el alcoholismo. Sí coinciden en que tejía y destejía a su antojo con los proveedores y con el bote de las propinas. Las cuentas empezaron a no cuadrar. El dueño se encaró con él. No por el Colme, ni por las sospechas, ni para preguntarle por qué creía que sus compañeros caían como moscas mientras él era un roble, sino por los dineros. Andrés no supo explicarse y lo despidió. Ahora está en prisión provisional.
La investigación casi ha concluido. “No hay móvil”, dice la policía. Quizá fuera solo el placer de ver el dolor ajeno: un psicópata. La fiscalía pedirá tantos homicidios en grado de tentativa como afectados aparezcan. No hay móvil. No hay cuerpo de El Pistolas que exhumar. No hay motivo ni explicación. Andrés ha estado casi ocho años trajinando en la cocina de El Lavaderu y “bautizando” a sus compañeros, como dice con retranca José García, también afectado. Ocho años.
Andrés tenía amigos, o algo muy cercano a lo que uno cree que puede ser un amigo, en El Lavaderu. Se abrazaba con ellos, los acompañaba al médico, conocía a sus hijos, tenía las llaves de la casa de alguno. Y todos creían conocerlo a él. “Un paisano normal”, “tierno”, “agradable”, “atento”. Todos sabían que Eva era su amiga, su gran amiga, pero solo eso: su amiga. Andrés tenía otras relaciones que intentaba ocultar. En El Lavaderu lo sabían y lo respetaban sin preguntas, de ese modo en que se quieren y se respetan los clanes donde las cosas se saben sin necesidad de decirse.
Todos miran ahora a Eva, el único vestigio de lealtad que dejó Andrés. Sigue entrando cada día en la cocina. No quiere hablar. A algunos conocidos les ha comentado que se dicen “muchas mentiras”. Y que Andrés, su gran amigo, está bien. Ella espera su momento para contar qué sabía y qué no. Deberá responder si vio las ampollas de Colme cuando abría con su propia llave la taquilla de Andrés. Demasiadas preguntas. La trastienda de El Lavaderu es hoy más pública que nunca.