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domingo, 9 de diciembre de 2012

Cumple 30 años el disco de Michael Jackson que cambió las reglas del videoclip


Como en todo lo relacionado con la música pop, resulta arduo encontrar cifras fiables sobre Thriller. Las estimaciones de venta oscilan entre los 60 y los 100 millones de copias; en todo caso, cantidades suficientes para establecer el sexto álbum en solitario de Michael Jackson como la grabación más vendida del siglo XX. Un récord quizá imbatible: con los nuevos hábitos de consumo, resulta difícil que se supere tanta pasión, certificada por esas multitudes que pasaban por caja.

Thriller no estaba predestinado a cifras tan vertiginosas. Durante la escucha del resultado final en un estudio de Los Ángeles, el productor, Quincy Jones, hizo un cálculo a la baja: dado que el mercado estadounidense estaba flojo, podía alcanzar unos dos millones. El berrinche de Michael fue histórico. Se lo tomó como una traición y amenazó con no editarlo hasta que recibió garantía de que su discográfica, CBS, iba a lanzarlo a toda máquina.
Michael y Quincy habían acertado con el anterior elepé, Off the wall (1979). En complicidad, habían desarrollado una cuidadosa estrategia para diferenciar al cantante de su primera etapa, como ídolo teen de la factoría Motown, y alejarle de la disco music, que últimamente había practicado con los Jacksons. Buscaron un material que enfatizara su mayoría de edad emocional; se necesitaba además un repertorio ecléctico para atraer al máximo de público. Era deseable ampliar su registro vocal, dosificando los falsetes.
Y funcionó: Off the wall comunicaba un deleite en confeccionar música explosiva; poseía la energía perdida por sus antiguos compañeros de Motown, Stevie Wonder o Marvin Gaye. Para Thriller, se trabajó sobre 30 canciones hasta centrarse en los nueve cortes elegidos, que incluían baladas, funk, algo de rock y varios llenapistas. Se contó con invitados prestigiosos, Paul McCartney y el guitarrista Eddie van Halen. Había incluso ecos de las vivencias del artista: una fan obsesiva inspiró Billie Jean, donde el cantante negaba la paternidad de una criatura. El título principal reflejaba la afición de Michael por las películas de miedo, algo mal visto en el seno de los Testigos de Jehová, la fe de la familia Jackson.

Para reivindicar sus dotes como bailarín, se recurrió a los vídeos musicales. Hoy parece obvio, pero entonces suponía multiplicar el presupuesto de mercadotecnia, con un resultado incierto: MTV, el canal dominante, prefería dedicarse a artistas blancos de pop y rock. CBS subió la apuesta con el clip correspondiente a Thriller, dirigido por John Landis (Un hombre lobo americano en Londres). Se trataba de un híbrido de cortometraje con vídeo promocional, con una duración de 14 minutos. Su coste fue casi tan alto como el propio elepé.

Discos y vídeos se retroalimentaron, creando el efecto bola de nieve. Lo nunca visto: siete de las nueve canciones se editaron como caras A de singles, convirtiendo el disco de origen en una referencia internacional, solo comparable al fenómeno Fiebre del sábado noche, que dominó el final de la década anterior. Pero Thriller se focalizaba en una sola persona, inmediatamente transformada en icono global, una figura reconocible y adorada en los cinco continentes.
De alguna manera, era la revancha del show business al estilo Los Ángeles. La prensa musical podía entusiasmarse con el punk y el techno pop que venían de Londres pero, se argumentaba, nada comparable a semejante exhibición de músculo y savoir faire: técnicos impecables, músicos gomosos, compositores eficaces. Y la mano firme de Quincy Jones, antiguo músico de jazz con el pulso del gusto popular.
Sin embargo, el mito de una relación paterno-filial andaba descaminado. Jackson detestaba la voracidad económica de Quincy, que se apuntaba como coautor de las canciones. Y creía que la propia leyenda del productor le eclipsaba: cuando se adivinó que Thriller cosecharía infinidad de premios Grammy, Michael intentó mover hilos para evitar que Jones se llevara el de mejor productor. Como le explicaba al jefe de CBS, “Quincy ya tiene muchos Grammy y, al fin de cuentas, quien produce soy yo”. Algo de razón tenía: cuando se publicaron las maquetas, se hizo evidente que Michael había anticipado la forma definitiva de muchos temas.
A la vez, el inmenso impacto de Thriller llevaba dentro la semilla del posterior desastre. Michael creía en la fuerza de la voluntad: pretendía ser el artista más famoso y, además, el más rico. Él había intuido la universalidad del disco. Acertó y finalmente tenía el mundo a sus pies; los medios que le racaneaban espacio ahora le ofrecían portadas y prime time.
Cuando Thriller llevaba 40 millones de copias despachadas, Jackson decidió que el siguiente alcanzaría los 100 millones. No le importaba que las coordenadas estéticas hubieran cambiado: estaba convencido de que, si se esforzaba, llegaría a los 100. Lo escribió en las paredes, lo comentó con los íntimos, se lo exigió a la discográfica. En tiempos de vacas gordas, se creía que el mercado era flexible: a mayor inversión, mayores ventas.
Bad saldría en 1987. Vendió toneladas pero, con semejantes expectativas, fue considerado un pinchazo. En los cinco años transcurridos, Michael había tenido una presencia constante, por motivos legítimos —el especial televisivo de Motown, We are the world, la gira con sus hermanos—, pero también por una pandemia de malentendidos, sospechas y rumores, muchos generados por la mente febril del artista. En ese periodo, la magia se fue evaporando, dejando en evidencia una desmesurada maquinaria industrial sobre la que se bamboleaba una criatura angustiada, que no transmitía precisamente felicidad.