Los Hermanos Musulmanes egipcios aseguran que Turquía es el modelo que aspiran a imitar. De una forma u otra, en el conjunto de los países árabes se ha forjado un cierto consenso sobre la conveniencia de seguir el ejemplo turco. Cabe recordar que Turquía ha gozado, por razones históricas y estratégicas, de una serie de patrocinios y garantías (ingresó en la OTAN en 1952, en 1962 fue uno de los países fundadores de la OCDE, desde 1995 cuenta con un acuerdo aduanero de la Unión Europea y mantiene relaciones económicas privilegiadas con Alemania) que no están al alcance de sus imitadores. Aún así, Turquía ha sufrido golpes de Estado en cadena (1960, 1971, 1980 y 1997) y vive bajo la fricción permanente entre el autoritarismo laicista del Ejército, el conservadurismo islamista y el liberalismo prooccidental de crecientes sectores intelectuales y económicos.
Ese es el futuro que, en términos razonablemente optimistas, pueden esperar Egipto y sus vecinos. Por ahora, lo más perceptible son las divisiones entre quienes reclaman seguir con la revolución y quienes piden mayor estabilidad; la pobreza y los desequilibrios macroeconómicos, agudizados por la incertidumbre política; la inseguridad callejera y las protestas continuas. Esos son, sin embargo, los frutos prematuros de la libertad. Ni la caída del turismo ha sido tan brutal como se temía (mientras los hoteles de El Cairo languidecen, los del mar Rojo siguen llenos), ni se ha producido un desastre financiero (el valor de la moneda y la inflación se mantienen dentro de márgenes tolerables), ni el desorden político ha desembocado en caos.
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